Aunque a primera vista el título del presente texto se lo pueda sugerir a alguien, en él no se pretende plantear el enésimo lamento por la decepcionante deriva adoptada por la vida pública en nuestro país desde hace ya demasiado tiempo. Pero no porque la misma no sea merecedora de profundo lamento, sino porque tal vez resultaría de mayor interés llamar la atención sobre otra dimensión de la situación que estamos viviendo merecedora de ser comentada precisamente en estos momentos, tan convulsos.
Se me permitirá que inicie la presente reflexión con una consideración personal. He dedicado la práctica totalidad de mi vida laboral a la enseñanza universitaria. Y de todo ese tiempo pasado en las aulas extraje una lección que a alguien le podrá parecer paradójica, a saber, la de que lo más estimulante y enriquecedor que le puede ocurrir a un profesor es tener la oportunidad de aprender. Y si, además, luego le es dado poder comunicar, transmitir, lo que ha aprendido, la satisfacción personal es casi perfecta. Pero si me he apresurado a avisar que no hay paradoja en la lección es porque para mí aprender significa, por utilizar la definición que tanto gustaba a Antonio Escohotado, “disfrutar cambiando de idea”.
Pues bien, acaso este convencimiento acerca de lo que más importa en el ámbito de la enseñanza pudiera trasladarse al ámbito de la política, de tal manera que tuviera sentido aspirar a que, por intentar ser concreto desde el primer momento, nuestras cámaras legislativas (y muy especialmente el Senado) no fueran tan solo cámaras de representación sino también y efectivamente cámaras de reflexión. En el fondo, a poco que se piense, es esta una aspiración de mínimos, puesto que no en vano uno de los rasgos fundamentales de nuestra democracia es precisamente su condición de deliberativa y, en consecuencia, lo deseable sería no tener que aspirar a ello, sino que dicha aspiración fuera ya una sólida y consolidada realidad.
Por cierto que, a propósito de esto, valdrá la pena recordar que quienes tienen el encargo de deliberar en dichos lugares no solo tendrían que hacerlo para los ciudadanos, sino también en nombre de ellos, de quienes son representantes. Llámenme ingenuo, si así se lo parece, pero me atrevo a plantear que el mandato que reciben tanto diputados como senadores cuando se ven elegidos incluye también una dimensión moral. A este respecto, no deja de ser curioso el empleo que se ha hecho en los últimos tiempos de la categoría de ejemplaridad -en tantas ocasiones se diría que al servicio de la antipolítica, como si los ciudadanos fueran unos menores de edad que toman el camino equivocado si quienes mandan les dan un mal ejemplo-. Pues bien, tal vez, a la vista de la deriva crecientemente polarizada de nuestra vida pública, sería llegado el momento de empezar a darle la vuelta a este enfoque y reclamar a nuestros representantes públicos que fueran ellos quienes tomaran ejemplo de sus representados.
Porque, en efecto, los ciudadanos de este país han protagonizado a lo largo de la historia, pero muy en especial en las últimas décadas, episodios de muy diverso signo, incluso abiertamente contrapuestos. Han protagonizado auténticos horrores civiles, pero también han sido capaces de las más hermosas reconciliaciones y las más generosas actitudes. Este sería entonces el mandato moral: los elegidos en las urnas vendrían obligados a representar lo mejor de sus conciudadanos. O, si prefieren decirlo de otra manera, a parecerse a ellos cuando sacan lo mejor de sí mismos, en vez de empeñarse en parecerse a los que tienen los peores comportamientos, esto es, a los más fanatizados, a los más intransigentes, a los más hooligans. Cuando algunos políticos se conducen de esta última manera, lo hacen como si hubieran llegado al disparatado convencimiento de que conviene batallar para que, por no dejar de ser concretos, nuestras cámaras legislativas queden convertidas en meras cámaras de resonancia del estruendo ambiental con el que algunos, dentro de ellas (con la inestimable colaboración, fuera de las mismas, de determinados medios), pretenden determinar el signo del debate público.
Sin embargo, el hecho, sobradamente contrastado y ampliamente conocido, de que los ciudadanos no participen de la tensión crispada con la que con tanta frecuencia sus representantes abordan los problemas colectivos (“el odio que exudan algunos políticos no está en la calle”, ha escrito Manuel Vicent) certifica, con indiscutible claridad, que estos últimos incumplen de manera sistemática el mencionado mandato moral. Lo incumplen, incluso de manera perseverante, en la medida en que se afanan en convertir el espacio público en el teatrillo de una sobreactuada confrontación al servicio de sus intereses partidistas, confrontación en la que el cainismo parece constituir un ingrediente imprescindible.
Conocemos el resultado de dicha perseverancia, que no es otro que el deterioro de la democracia en su rigurosamente insoslayable dimensión deliberativa, lo que es como decir el incumplimiento por parte de los representantes públicos de uno de los objetivos primordiales para el que nuestro sistema democrático fue diseñado. De ahí el convencimiento que estamos defendiendo según el cual, tanto por razones morales como prácticas, los mencionados representantes vienen obligados a deliberar, cosa que incluye necesariamente el diálogo, esto es, la disposición a aceptar que los argumentos del interlocutor son más convincentes que los propios. Porque ¿acaso es posible la deliberación sin diálogo? Permítanme que lo dude. Tal vez el problema radique en que se entiende el diálogo de una manera errónea, confundiéndolo con la negociación y, en el mejor de los casos, el acuerdo y el pacto, cosas todas ellas muy respetables, pero que no deben ser confundidos con el diálogo.
El diálogo es algo más importante, más trascendental y más arriesgado que la negociación. Porque no hay diálogo si quienes intervienen en él no están dispuestos a cambiar de opinión. Si se incumple este requisito, lo máximo a lo que se puede aspirar es a una sucesión de monólogos, como los que con tanta frecuencia presenciamos en el espacio público. Algunos -tal vez muchos y, en todo caso, seguro que demasiados- viven cómodamente instalados en el equívoco de llamar diálogo a lo que no lo es. Cosa que, si ya se percibe sin demasiada dificultad en periodos de normalidad política, alcanza su evidencia más clamorosa en periodos preelectorales, en los que bajo ningún concepto ningún político en campaña parece estar dispuesto a mudar de convencimientos en público, mudanza que sistemáticamente identifica con dar su brazo a torcer, posibilidad que teme vaya a penalizarle en las urnas. Y si hubiera que resumir todo lo anterior en términos de exhortación a quienes se supone que hablan en nombre de los ciudadanos, tal vez los términos de la misma podrían ser estos: sean capaces de cambiar de opinión cuando les presentan buenas razones. Quienes nunca lo hacen no saben lo que se pierden: hay algo mucho más hermoso y estimulante que convencer, y es ser convencido.








