Marc Bloch (1886-1944), fundador junto a Lucien Febvre de la Escuela de los Annales, buscó darle un giro radical a la historiografía tradicional. En lugar de centrarse en grandes personajes y sus gestas, propuso explicar la historia a partir de la vida cotidiana, las estructuras socioeconómicas de larga duración y, sobre todo, las mentalidades que moldean el comportamiento individual y social.
Como historiador, combatiente en las dos guerras mundiales, y miembro de la Resistencia francesa hasta su asesinato a manos de la Gestapo, Bloch rechazaba las explicaciones simples. Según él, la invasión alemana de Francia y el régimen colaboracionista de Vichy no fueron consecuencia únicamente de la agresión de una Alemania humillada por el Tratado de Versalles, ni del ascenso de un neurótico como Hitler. Bloch buscó causas más profundas, que expuso con toda crudeza en La extraña derrota (L’étrange défaite): fundamentalmente, la compleja decadencia intelectual y moral de los gobernantes y militares franceses.
Anclados en el pasado
Para Bloch, la derrota francesa no fue únicamente resultado de la superioridad militar alemana. La clave fue la rapidez, la audacia táctica y la capacidad del mando alemán para coordinar una ofensiva fulminante: la blitzkrieg. Frente a esto, Francia —y Europa en general— respondieron con lentitud, rigidez y una absoluta falta de imaginación. Las élites políticas y militares seguían con una mentalidad anquilosada, atrapadas en los esquemas de las guerras pasadas, incapaces de adaptarse a una nueva realidad.
Bloch lo resumió así: “Los alemanes ganaron la batalla con medios, métodos y una velocidad de ejecución que nos sorprendieron, no porque fueran inesperados, sino porque habíamos descuidado prepararnos para enfrentarlos”. La derrota, según él, fue consecuencia de una profunda molicie intelectual y de una completa falta de visión.
¿Y hoy, hemos aprendido algo?
Hoy, el mundo contempla, atónito, tras la invasión rusa de Ucrania, la singular blitzkrieg de Trump. Una ofensiva relámpago, temeraria y veloz, que en pocas semanas ha hecho saltar por los aires el tablero del orden internacional, tanto en lo económico como en lo diplomático y en lo que a derechos humanos se refiere. Una operación brusca y tajante, cuya tosquedad puede sorprender, pero que venía precedida de numerosos avisos a los que los europeos no prestamos la debida atención. Advertencias que hubieran debido servirnos para aprender y prepararnos.
Pero, en los últimos años, la UE ha mostrado una actitud esquiva y evasiva ante la realidad, especialmente la que le resultaba incómoda. Ha sido incapaz de reaccionar de manera adecuada ante cambios de mucha envergadura.
Más allá de discursos solemnes y promesas vacías, hemos aprendido poco, rectificado poco; y avanzado en profundidad, menos.
La cuestión planteada por Bloch sigue vigente: seguimos siendo vulnerables a las “guerras relámpago” de todo tipo (tecnológica, comercial, militar, cultural…); y persistimos en una molicie intelectual que paraliza nuestras acciones.
¿No hemos aprendido?
Sabíamos, por ejemplo, que imponer la democracia por las armas en países devastados era un error. Lo evidenciaron las invasiones de Irak y Afganistán. Tampoco apoyar revueltas espontáneas, como mostraron las Primaveras Árabes servían para establecer democracias estables; al contrario, provocan regresiones autoritarias. Entonces, ¿por qué la UE no ha modificado aún su estrategia política en sus relaciones internacionales?
¿Por qué no fuimos capaces de prever que aquellas invasiones y revueltas desembocarían en una crisis humanitaria de proporciones catastróficas, alimentando movimientos migratorios forzados? Y ¿cómo es posible que no intentáramos gestionar mínimamente estas crisis para impedir que se convirtieran en el combustible ideológico de la extrema derecha y el fundamentalismo?
Otro ejemplo: hemos presenciado cómo el brexit, y otros movimientos identitarios recientes, fragmentaron Europa y erosionaron el proyecto de la UE. Y, sin embargo, seguimos sin impulsar el verdadero antídoto: un federalismo europeo valiente. Ni siquiera hemos aprendido aún a contrarrestar el victimismo identitario de manera efectiva.
La pandemia de la covid-19 desnudó nuestra fragilidad sanitaria y la desindustrialización de nuestros países. ¿Qué hemos cambiado desde entonces? ¿Hemos reindustrializado? ¿Hemos fortalecido nuestra sanidad pública? ¿Hemos asegurado nuestra soberanía sanitaria?
La invasión rusa de Ucrania tampoco es nueva. Comenzó en Crimea en 2014. Y, aun así, seguimos comportándonos como si la guerra fuera un fenómeno reciente, excusándonos en el desconcierto. Peor aún, la tratamos como un conflicto ajeno, cuando condiciona buena parte de nuestra cotidianidad: polarización, inseguridad, inflación… ¿Qué hemos hecho los europeos, además de ser espectadores ante la televisión?
Respecto a Palestina, el escenario es el mismo. No podemos alegar sorpresa tras décadas de agresiones, terrorismo, incumplimiento de resoluciones de la ONU, colonización y militarismo. Sabíamos que una catástrofe era inevitable. ¿Qué hicimos para evitarla?
¿Estamos preparados para el “tsunami Trump”?
Sabíamos quién es Trump, cómo actúa y qué pretende. Sabíamos lo que haría si regresaba al poder. Y, sin embargo, lo estamos enfrentando con estupor, sin haber preparado una respuesta.
En todos estos frentes, como advertía Bloch, nos ha faltado pensamiento ágil, flexibilidad y la perseverancia necesaria para buscar soluciones nuevas.
¿Qué rearme queremos?
Es en este contexto de desatención y rutina intelectual que la UE habla ahora de rearme y de actuar: de relajar el déficit y aumentar el gasto militar en Europa. Pero, ¿para qué exactamente? ¿Qué esperamos lograr con este rearme? ¿Qué objetivos persigue?
Sabemos poco, y las explicaciones de la UE han sido escasas. Se celebró una cumbre en Bruselas, donde se reconoció que depender exclusivamente de la OTAN y de unos Estados Unidos cada vez más reacios a involucrarse en los asuntos europeos es insostenible.
Intuimos que pronto no podremos contar del todo con la protección de la OTAN, especialmente si su socio más fuerte persiste en alejarse de su antiguo papel. Y sabemos que la amenaza rusa es seria, estructural, y no un episodio pasajero, especialmente tras la retirada del apoyo estadounidense a Ucrania.
También conocemos los porcentajes de inversión y gasto que debemos asumir. Sin embargo, estas explicaciones, aunque relevantes, son insuficientes para responder a las angustias y exigencias del momento. El orden internacional está patas arriba. Desde la Casa Blanca se habla abiertamente de una posible Tercera Guerra Mundial. E incluso se plantea que, de producirse, podría ser atómica.
La zozobra es enorme; las explicaciones, escasas. Y las preguntas, muchas: ¿Este rearme servirá solo para sostener a Ucrania o aspira a crear una defensa común europea? ¿Seremos tecnológicamente autónomos o seguiremos dependiendo de Estados Unidos? ¿Habrá una integración real de las fuerzas armadas europeas o perpetuaremos el reino de taifas? ¿Qué papel jugarán las potencias nucleares europeas? ¿En qué podremos confiar respecto a Estados Unidos y en qué no?
Si estas preguntas no obtienen respuestas claras y rápidas por parte de la UE y sus gobiernos, ¿cómo reaccionará la ciudadanía? Si se nos piden sacrificios presupuestarios o incluso personales en un escenario prebélico, es imprescindible actuar con pedagogía y transparencia. De lo contrario, se corre el riesgo de profundizar la polarización, el desprestigio institucional y la anomia.
Un rearme multidimensional
Una cosa está clara: el rearme militar, por sí solo, no bastará. Ni para convencer a una ciudadanía europea escéptica, ni para garantizar el éxito estratégico de una UE que lleva años adormecida.
Sin un rearme multidimensional —político, moral e industrial— el rearme militar será solo un factor más de desafección y extremismo.
Europa necesita rearmarse en todos los frentes:
Democracia interna
Decisiones más participativas y transparentes, lucha efectiva contra la corrupción, limitación del poder de los lobbies y agilización de la burocracia.
Rearme moral y cultural
Europa nació para defender la paz y los derechos humanos. No puede seguir mirando hacia otro lado ante conflictos como el de Israel y las guerras en el mundo árabe. Necesita ser un actor internacional coherente y creíble. Sustituir la cultura del escapismo consumista por una cultura de compromiso cívico y pensamiento crítico es imprescindible.
Rearme industrial y tecnológico
Hemos perdido terreno frente a China y EE. UU. La potencia del siglo XXI es el tecnopoder. Europa debe recuperar su capacidad industrial y tecnológica para ser relevante.
Cambiar de mentalidad: el auténtico rearme
El cambio más decisivo es mental. La construcción europea ha sido vivida por muchos como un proyecto ajeno. La identidad nacional ha prevalecido sobre la europea. Los localismos se han confabulado contra una visión universal.
Rearmarnos mentalmente como europeos significa salir de ese provincialismo y aspirar a un cosmopolitismo universalista. Sin renunciar a lo propio, pero articulándolo con lo global.
Significa identificarnos con los valores de paz, unidad y diversidad que inspiran nuestra cultura común y los fundamentos de la UE. Implica abrazar una soberanía compartida, federal, sustentada en los derechos y libertades que la Unión Europea representa.
Asumir el papel que corresponde a Europa en el mundo: una potencia culta, pacificadora, defensora del multilateralismo, la democracia y las libertades.
Se trata, sin duda, de un rearme complejo y plural. Pero es el que realmente necesitamos. Porque un rearme exclusivamente militar —por justificado que esté— no bastará para movilizar a la ciudadanía ni para avanzar hacia la autonomía estratégica o el federalismo europeo.
La UE necesita un rearme integral. Que abarque desde lo moral y cultural hasta lo económico y político. Solo así podrá responder a los desafíos de nuestro tiempo.