El nuevo orden internacional se está transformando en un auténtico desorden. La internacional reaccionaria, con Trump como figura central, está desmantelando las reglas e instituciones surgidas tras la Segunda Guerra Mundial —la primera guerra atómica, conviene recordarlo—.
El riesgo es claro: en pocos meses, podría no quedar piedra sobre piedra.
La legalidad internacional está siendo sustituida por la ley del más fuerte. La agresividad de Putin y la complacencia cómplice de Trump evidencian este retroceso hacia una especie de ley de la selva regida por el tecnofeudalismo imperialista.
La libertad de comercio, fruto de décadas de negociación entre naciones, se ve ahora amenazada por los aranceles unilaterales y agresivos del trumpismo. Del mismo modo, el derecho de asilo y refugio —derechos humanos fundamentales— está siendo arrasado: redadas, deportaciones y devoluciones en caliente se multiplican. Las redadas en EE. UU. y el auge de prisiones-Estado como la de Bukele en El Salvador son pruebas claras de este deterioro.
La justicia universal, representada por la Corte Penal Internacional, está siendo ridiculizada y debilitada por líderes como Orbán y Netanyahu, con el respaldo abierto de Estados Unidos.
Mientras tanto, los valores democráticos y el Estado de derecho se ven erosionados por gobiernos autoritarios que se proclaman portavoces únicos del pueblo, usando ese poder para suprimir derechos básicos como la libertad de expresión, el derecho a la información o la igualdad ante la ley. Ejemplos hay de sobra: desde Argentina hasta China, pasando por Rusia, Turquía o Venezuela.
Esta oleada reaccionaria ya está afectando a los dos pilares sobre los que se construyó el proyecto europeo: el Estado de derecho y el estado del bienestar. Pero lo hace de una manera nueva y alarmante.
Hasta hace poco -quizá con demasiada audacia o cinismo- se admitía que bienestar y democracia, podían evolucionar por separado. China y Singapur demostraron que era posible mantener un Estado autoritario con altos niveles de bienestar económico. A la inversa, algunos países europeos han podido sostener el Estado de derecho pese a una involución del desarrollo que les abocó a profundos recortes en el Estado del Bienestar.
Hoy, esa separación (autonomía) entre Estado de derecho y estado social ha desaparecido. El trumpismo global y el libertarismo radical están atacando simultáneamente ambos pilares: el del estado de las libertades y del derecho, y el del estado social y el del progreso económico. Al hacerlo, están provocando que la mejor réplica a la involución trumpista sea fundir la defensa de los dos derechos en una sola lucha. De manera que, desde ahora, resulta indiscutible que sin bienestar no habrá democracia ni viceversa.
Cuando Trump, convertido en un profeta apocalíptico y falso Moisés, exhibe desde la Casa Blanca sus nuevas “tablas” arancelarias, está golpeando al mismo tiempo al Estado de derecho y al del bienestar (el estado social). Porque sus decisiones desatan la inflación, aumentan la pobreza y, al mismo tiempo, erosionan el respeto a la legalidad nacional e internacional, y a los valores de la convivencia democrática.
Cuando líderes como el secretario de la OTAN, Rutte, o el vicepresidente de EE. UU., Vance, están exigiendo sin ningún pudor -y sin respeto a la autonomía de la UE en política de defensa- duplicar el gasto militar como si fuera un mandamiento sagrado, están haciendo lo mismo: priorizan la fuerza sobre la convivencia pacífica, debilitan el Estado de derecho y al proponer que recursos esenciales del estado del bienestar se destinen a favorecer el estado de armas.
Putin y Netanyahu, por su parte, entienden perfectamente este mecanismo, y lo están llevando a cabo con plena convicción y fuerza. Al atacar la legalidad internacional e instaurar estados de excepción permanentes, deterioran tanto las libertades como las condiciones de vida de sus pueblos. A ninguno de ellos, en realidad, les importa la seguridad y el confort de sus conciudadanos. Netanyahu impone una militarización casi total en Israel que martiriza a su propia población. Putin, un régimen de servidumbre y sufrimiento perpetuo en Rusia que sí que es una vuelta a la Gran Rusia de los Zares.
En definitiva, a los líderes de esta internacional reaccionaria no les importa destruir simultáneamente derechos y bienestar. Su único objetivo es consolidar su poder autoritario, imponer la ley del más fuerte y abrir paso a una desigualdad sin límites. Todo lo demás, para ellos, es secundario y superfluo.
Por eso es urgente que los gobiernos democráticos —aquellos que defienden a la vez el Estado de derecho y el estado del bienestar— actúen ya, con decisión y sin contradicciones. Ambos pilares deben defenderse al unísono.
Recordémoslo: nuestra Constitución lo deja claro en su Título I. “España se constituye en un Estado social y democrático de derecho”.
Y tengamos en cuenta que, en este contexto, se justifica plenamente la prioridad que el Govern de la Generalidad están concediendo a las políticas orientadas a afirmar el estado social: la lucha contra la discriminación a través del refuerzo a la seguridad ciudadana; su decidida apuesta por democratizar el acceso a la vivienda y favorecer el transporte social lanzando un ambicioso plan de inversión en rodalies; y su voluntad de reforzar la independencia de las instituciones y la transparencia administrativa, única forma de asegurar la legitimidad y lealtad constitucional e institucional.
Frente al reto que supone el caos antiliberal y antidemocrático, no queda otro camino que profundizar, al mismo tiempo, y con la misma convicción, en los avances sociales y en los avances en derechos y libertades. O, lo que es lo mismo, lo que ha sido siempre el objetivo de la UE: potenciar al unísono Estado de derecho y estado de bienestar. Y, sobre todo, no confundir seguridad con militarismo, ni democracia con populismo.